El dolor es una escuela en donde se forman en la misericordia los
corazones de los hombres. Una escuela que nos brinda la oportunidad de
curarnos un poco de nuestro egoísmo e inclinarnos un poco más hacia los
demás. Nos hace ver la vida de una manera especial, nos muestra un
perfil más profundo de las cosas.
El dolor nos lleva a reflexionar, a preguntarnos por el sentido que
tiene todo lo que sucede a nuestro alrededor. El hombre, al recibir la
visita del dolor, vive una prueba dentro de sí: es como un pellizco que
detiene el curso normal de su vida, como un parón que le invita a
reflexionar. Por eso se ha dicho que toda filosofía y toda reflexión
profunda adquiere una especial lucidez en la cercanía del dolor y de la
muerte.
El dolor, si se sabe asumir, advierte al hombre del error de las
formas de vida superficiales, ayuda al hombre a no alejarse de los
demás, a no arrellanarse en su egoísmo. El dolor nos vuelve más
comprensivos, más tolerantes, nos va curando de nuestra intransigencia,
nos perfecciona. Es, además, una realidad que llega a todo hombre y que
por tanto, en cierto sentido –como ha señalado –, conduce a
una suerte de fraternización universal, ya que iguala a todos por el
mismo rasero.
Lo que hace feliz la vida del hombre no es la ausencia del dolor,
entre otras cosas porque se trata de algo imposible. La vida no puede
diseñarse desde una filosofía infantil que quisiera permanecer ajena al
misterio de la presencia del dolor o del mal en el mundo. Y enfadarse o
escandalizarse ante esa realidad no conduce a ninguna parte. Aprender a
convivir con el dolor, aprender a tolerar lo malo inevitable, es una
sabiduría fundamental para vivir con acierto.
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